Figura 1. Página 20 del periódico El Mundo del 17 de agosto de 1981.1 |
Aquellos tiempos románticos del tren
Por Charlie AguilarEspecial para El Mundo
¡Cuántos recuerdos! Para ellos el tren fue toda una vida. Una vida llena de emociones, pérdida de sueño, malos ratos, amoríos y una sensación de poder inspirada en el control de una máquina que corría majestuosa y potentemente a todo lo largo de la vía entre Ponce y San Juan, ruta de Aguadilla.
Así transcurrió la carrera ferroviaria de maquinistas como Pedro Molina, quien sirvió en ese trabajo por 37 años y Guillermo Lacomba, que lo hizo durante 22. Molina es natural de Vega Baja y vive en Arecibo desde 1923. Actualmente tiene 86 años y hace 11 que hubo que amputarle las piernas debido a mala circulación. Dejó su trabajo en el 1951.
Lacomba es natural de Hatillo, donde vive luego de haber cumplido sus 72 años. Guillo empezó de fogonero, pero al concluir su experiencia ferroviaria, cuando quebró la compañía, ya entonces era maquinista del “caballo de hierro”.
Molina era maquinista en la central San Vicente de Vega Baja. Los dueños del ingenio, que tenían acciones en la American Railroad, lo mandaron a trabajar al tren, lo que constituía un ascenso. Fue así como obvió los pasos que todo principiante tenía que seguir para llegar al último y más codiciado escalafón.
Todo fogonero —la persona que bregaba con las calderas para la generación de energía—adquiría conocimientos que más tarde le permitían pasar a maquinista.
Ambos trabajaron tanto en los “trenes primera” como en los “trenes segunda”, conocidos así porque el primero era para pasajeros y el segundo de carga. En el de pasajeros se utilizaban conductores, que se entendían con el público y los boletos.
Los dos comenzaron en la época de las locomotoras de vapor. Las máquinas de gas “diesel” llegaron después de los años 40, recuerdan. A pesar de la velocidad superior de las nuevas, las de vapor “se quedaban con todo en fuerza". dicen nuestros entrevistados. En la llanura las diesel "abusaban”, pero en las cuestas se “cansaban con facilidad”.
Para subir pendientes, las cuales ya el fogonero conocía con los ojos cerrados, éste alimentaba la caldera con suficiente carbón y al llegar el momento de ascender ya la máquina tenía una presión de 150 libras en la caldera.
La de mayor velocidad era la 72, seguida por la 68 y la 67. Fue precisamente la 72 la que se despeñó en Guajataca cuando el maquinista perdió el control. La enorme máquina cayó al río y gran parte del frente quedó sumergido. Al fogonero sólo le quedó una mano fuera y el maquinista murió camino a Quebradillas. Este accidente ocurrió al salir del primer túnel, de los dos que existían entonces; hoy sólo puede verse el más corto.
Por su velocidad, la 72 se salió de la vía varias veces. No obstante, cada vez que a un manejador le tocaba la 72 en su turno, se sentía ufano de poder “campear" por toda aquella costa. Las diesel eran más estables y más manejables. Además, eran de dos motores; por eso se veían igual por ambos extremos.
La número 3 siempre fue la máquina nocturna. Salía de San Juan a las 9 P.M., y después de las paradas en todos los pueblos intermedios llegaba a Arecibo a las 12:01 A.M. a Aguadilla a las 2 A.M., a Mayagüez a las 4 y a Ponce a las 7 A.M. Los tripulantes se quedaban a dormir en La Perla del Sur para regresar a la noche siguiente.
El tren número 1 era el diurno. Salía a las 7 A.M. de San Juan, llegaba a Arecibo a las 10, a Aguadilla al mediodía, a Mayagüez a las 2 P.M. y a Ponce a las 5.
Estos trenes le sirvieron de reloj a la gente que vivía a lo largo de la ruta. En las horas de la noche el silencio permitía que el pito del tren se oyera en los distantes campos.
Durante las noches el silbato servía de despertador o bien de indicador de la hora a los desvelados; por el día, para no pocas amas de casa era la señal para empezar a preparar la comida. Muchas fueron las veces en que los almuerzos salían tarde porque el tren se demoraba.
Para estos señores maquinistas y todos sus colegas, tanto en la ruta de que hablamos como la de San Juan a Humacao. siempre había varios lugares peligrosos. La Cuesta de Aguadilla fue el más temible. Otros tramos peligrosos eran Guajataca, la ruta de San Germán a Lajas y un tramo que conducía a la Guánica Central.
Al llegar a estos lugares los manejadores le aplicaban al tren el regulador para controlar el vapor y hasta se usaba el “arenero”, un abastecimiento de arena que se descargaba en las ruedas para evitar los patinazos entre los hierros de rueda y vías.
El accidente más lamentado por don Pedro Molina fue la muerte de un ciudadano en Hatillo, hijo de un capataz de brigada. “Estaba ebrio y se acostó con la cabeza en la vía. usándola de almohada. Yo estaba al lado del fogonero y como era de noche, cuando él gritó ‘¡un hombre!’ no valió soltar arena; era imposible parar violentamente”. El pobre hombre fue decapitado. Fue el único momento triste para don Pedro, que al hablar del tren sonríe recordando los muchos episodios gratos.
Dice Guillermo Lacomba que muchos guardabarreras se acostaban a dormir, pero poniendo la cabeza en la vía para que los despertaran las vibraciones al acercarse el tren, y poner entonces las vallas. Muchos no despertaron nunca.
Don Pedro, que desde hace 47 años es masón afiliado a la Logia Tanamá de Arecibo, fue un gran trovador de nuestra música jíbara. En sus tiempos libres cantó en casi toda la Isla y ganó muchos premios. El más que saborea fue el que le ganara en Ponce a Pacheco Alvarado, digno rival de gran fama. Don Pedro nos canta el pie forzado de la rima, que decía, “No es Pacheco un trovador”.
“Fue un mundial, un hombre alegre", nos comentó Guillo Lacomba, refiriéndose a la vida de este corpulento hombre en aquellos tiempos."
Cuando pregunté sobre los amores, ambos rieron picarescamente. Advertí que el tiempo retrocedió en sus mentes y que los recuerdos afloraban, pero discretamente decidí no ahondar en el tema.
Sin embargo, he recogido versiones de que algunos operadores tenían “en cada pueblo un amor”. Se daban casos en que, cuando el ferrocarril no tenía tiempo para detenerse, la amante esperaba a que pasara y desde el tren el maquinista le lanzaba una cantidad de dinero a la vez que le gritaba: “¡Ahí van los chavos de los nenes!"
Nuestros entrevistados evocan las ventas que existían en cada pueblo. Dulces de coco en Vega Baja, los pececitos de colores y los quesitos de hoja en Isabela, los mangotines en Mayagüez, las quenepas en Ponce... Llegó el momento de despedirnos y aquellos dos viejos amigos se dieron la mano y una vez más volví a intuir un cruce de recuerdos, por unos tiempos idos y por la desaparición de aquel romántico tren que llenó de emociones a tantos.
Figura 2. Pedro Molina, izquierda y Guillermo Lacomba evocan sus años en el 'caballo de hierro'.1 |
Fuente
1. (1981, agosto 17). Aquellos tiempos románticos del tren. El Mundo. A.62, No.182, p.20.